Vive sola en El Impenetrable: quién es Gloria Cisneros, la maestra candidata a ser la mejor docente del mundo
Da clases en una escuela rural en un paraje del monte. Su historia de vida está marcada por la resiliencia y la superación. En el mes de la educación es una de las «caras» de la campaña con la que Fundación Varkey busca reconocer la tarea de los docentes del país
Se llama Gloria Cisneros. Nació el 29 de junio de 1986, tiene 38 años. Este año festejó su cumpleaños en la escuela, rodeada por sus estudiantes, y a más de dos horas de distancia de su familia, separada por un camino de tierra que en los mapas figura como ruta provincial. Gloria es la maestra de la escuela primaria 793 «Don Carlos Arnaldo Jaime» del paraje La Sara, en el Impenetrable chaqueño.
De lunes a viernes duerme en la escuela. Se acuesta cuando cae el sol —para evitar que le duela la soledad— y se despierta antes del amanecer. Hace ocho años, cuando llegó, había sólo un chico que iba clases, pero, a fuerza de insistir y visitar y convencer a las familias, consiguió que fueran cada vez más. «Ahora tengo once niños», dice. Los chicos comparten un aula plurigrado y cuando hablan de ella le dicen «maestra». No señorita, no Gloria: «maestra». Lo dicen con afecto, con respeto. Lo dicen con admiración.
Las clases comienzan a las 7.45 y terminan cinco horas después, pero Gloria armó un contraturno donde recibe a chicos de 3 a 5 años que asisten como «oyentes» para aprender a leer y escribir. La escuela tiene luz gracias un panel solar y una antena de internet que le permite usar los contenidos educativos de Ticmas.
Nació en una familia de nueve. Gente del monte. Cada mañana, todavía en el oscuro, el padre y los hijos varones se iban a hachar y la madre se iba a limpiar casas. Silvia, la hermana mayor, se ocupaba de cuidar al resto. Muchas noches lo único que había para comer era una tortilla y mate cocido. Y si uno se enfermaba la mamá les daba té de yuyos o les hacía fricciones con grasa animal. Todos los recuerdos de aquellos años tienen para Gloria una pátina de la épica mínima pero imprescindible que se sobrepone a una realidad quebradiza, endeble.
Taco Pozo es una ciudad pequeña que está a casi 500 km de Resistencia, en el vértice de la provincia que linda con Salta y Santiago del Estero. Ahí empezó Gloria su vida escolar. «Ahí fui al jardín y empecé a recitar poesía», dice, y cuenta que su mamá fue quien advirtió que se hallaba en ella el deseo del estudio: por las noches le contaba Historia, le hablaba de los próceres, de la identidad nacional.
En el 92, cuando tenía que empezar la primaria, el algodón se convirtió en el oro blanco: los gringos buscaban labradores, y la familia empezó un periplo por la provincia siguiendo las cosechas. «Teníamos la esperanza de comer un poco mejor», dice Gloria. Aquel año cerraron la casa en marzo y volvieron recién en octubre: ella perdió todo primer grado.
Por entonces, eran frecuente las discusiones entre los padres por el futuro de los hijos. Una decía que perdían oportunidades y el otro decía que de nada servían las oportunidades si no podían alimentarse. Parecía una realidad sin solución, hasta que la madre fue a ver a los patrones y les pidió que permitieran que sus hijos fueran en la escuela rural. Hasta ese momento, sólo iban los hijos de los hacendados. Pero ella consiguió que también fueran los de los cosecheros. Gloria y sus hermanos, entonces, empezaban las clases en Taco Pozo, seguían en las distintas las escuelas rurales durante la cosecha y terminaban de nuevo en Taco Pozo.
«Nos consiguieron unas bicicletas», dice, «y hacíamos kilómetros por la ruta nacional hasta llegar al campo donde estaba la escuelita». Ahora, cada vez que sus niños le dicen maestra, ella recuerda a aquellos otros maestros, los suyos; los que la formaron, los que hicieron que pudiera soñar con ir más allá.
Gloria estudiaba de lunes a viernes y el fin de semana acompañaba a los padres a la cosecha. «Me parecía que era un juego», dice. Tenía 8 años.
Pero el año siguiente fue malo: llegaron las máquinas. Fue un despertar de la ingenuidad difícil de sostener. Era junio; el clima ya anunciaba el frío. Ahí aparecieron las cosechadoras: brillantes, enormes.
—¡Qué bonitas son, mami!
—Sí, hija, son muy lindas. Pero nos van a sacar el pan de la boca.
«Y así fue», dice, «ese fue el último año del algodón». Antes de octubre ya estaban de regreso. El padre y los hermanos volvieron al monte y la familia se encontró con las nuevas —viejas— carencias.
Gloria terminó la primaria en la Escuela 348 «José Hernández». Un año antes lo había hecho su hermana Soledad. Las dos querían seguir estudiando, pero no sabían cómo. No tenían la plata necesaria para pagar la inscripción: cinco pesos. Los padres pudieron afrontar el costo y ellas continuaron en el secundario. Fueron las únicas dos de la familia.
Eran años en los que había que sobreponerse a la escasez: no tenían ropa, no tenían plata para libros, no tenían materiales. «A veces el profesor nos pedía que lleváramos una fotocopia y yo me acercaba y le decía ‘No tengo ni voy a tener’, y él no me contestaba nada, pero al día siguiente, con mucha discreción, me daba las hojas». Los días que había acto les preguntaba a sus amigas si le prestaban zapatos, si le traían una pollera.
Después del secundario empezó a cursar una tecnicatura en agroindustria, que debió abandonar por la maldita situación económica. Y ahí nomás quedó embarazada de Julia, su primera hija. «Yo tenía 19 y el papá 18″, dice, «y no teníamos nada que ofrecerle a ese nuevo ser». Se fueron a trabajar al campo. Allí estuvieron cuatro años, hasta que nació Oscar.
—El bebé tenía dos meses y tuvo un problema de salud; una enfermedad muy rara que, según el médico, aparecía una en un millón. La vida de mi hijo dependía de segundos. Nos trasladaron en ambulancia a Resistencia y de ahí fuimos a Buenos Aires en helicóptero. Oscar tenía un principio de leucemia. Se salvó gracias a la hemoglobina que le dio la pediatra en Resistencia. Pasamos un mes en la internación. En ese tiempo pensé en mi vida: en dónde estaba, en todo el sacrificio que había hecho mi familia para que, al final, yo no hubiera logrado nada, en esos dos niños míos a los que no tenía nada para darles.
Con el alta de Oscar, Gloria volvió al campo. Pero durante el tiempo en el hospital, su mamá la había anotado en la carrera de magisterio: le rogaba que estudie, que era la oportunidad de cambiar la vida. La educación como una salida posible. Gloria llevaba a Julia a la casa de la madre —el papá seguía trabajando en el campo— y asistía a clases con Oscar. Se esforzaba tanto o más que como lo había hecho en los años anteriores. «No tenía plata para comprar los módulos ni para sacar fotocopias, pero nunca faltaba a clases y prestaba mucha atención. Así rendía los parciales». Ese año aprobó las once materias. Todas en el primer llamado. «Mis profesores estaban sorprendidos; mis compañeros empezaron a venir a casa para que yo los ayudara a prepararse».
Se recibió el 7 de octubre de 2013. Dos días después estaba trabajando. Su primer trabajo fue dar clases a un segundo grado donde había chicos con graves problemas de aprendizaje y comportamiento. Fue una experiencia traumática: los chicos la pateaban, la mordían. Una vez le tiraron piedras con una honda; otra, la quisieron cortar con un vidrio roto. «Llegaba a mi casa llorando y con un estrés insoportable, pero sentía que al día siguiente tenía que volver».
Aquel grado tenía una altísima rotación de docentes, pero Gloria es una mujer que sabe cómo resistir. Fue a visitar a las familias, quería interesarse por la historia de cada uno. Y se enteró: en esos chicos había un dolor insostenible. Uno había sido testigo de cómo su papá había matado a la madre y luego se había suicidado.
Otra, una nena que se llamaba Sheila, creía que la mamá había muerto de tristeza en el parto porque esperaba un varón. Y otro era hijo de un hombre que le había puesto un arma en la cabeza a la maestra anterior. Cómo seguir después de eso. Gloria tuvo que desaprender lo que había estudiado en el profesorado y volver a aprenderlo en el aula. «Les empecé a hablar, a leer y así, de a poco, me los fui ganando», dice. Su tarea fue devolverles la dignidad a esos niños. A fin de año, cada chico terminó escribiendo un libro con su historia.
Como esos héroes anónimos, Gloria continuó su camino. Cambió de escuela y tuvo otros grados. Le hicieron propuestas que rechazó porque nunca dejó un ciclo sin terminar: no podía aceptar que los chicos se quedaran sin maestra en medio del curso.
Mientras tanto, la familia debía hacer frente a los cambios. Julia creció rápido y se hizo cargo de la casa y de su hermano. Algunas veces, Gloria llegaba muy tarde después de un día intenso de trabajo y se encontraba con que la hija le había preparado un plato de comida —polenta, pastas— y unas notitas que decían: «Mamá, Oscar está llorando», «Mamá, no encuentro mi lápiz». Julia anota esas cosas que quería decirle y no podía.
En 2017 le propusieron tomar la escuela de La Sara: lo habló con el marido y decidió hacer la prueba. El día que se presentó para aceptar el cargo había otros nueve puestos disponibles en el pueblo, pero ella ya se había comprometido y mantuvo su palabra.
—El primer día llovía torrencialmente. Yo no sabía qué hacer. Tenía que ir a la escuela y no sabía cómo llegar. No sabía que se podía sacar el permiso de intransitabilidad. Me acompañó mi marido. Fuimos en la moto, tardamos muchísimo en llegar. Entré en la escuela con los zapatos en la mano. Desde ese día hasta hoy llevo ocho años dejando la mitad de mi corazón en mi casa y poniendo la otra mitad en la educación de mis niños.
Gloria es hoy una de las caras de la campaña de celebración de la docencia organizada por Fundación Varkey y es también candidata al «Global Teacher Prize» de la fundación, que entrega un millón de dólares.